Como fan de Blind Melon, todavía tenía pendiente el visionado de “All I Can Say”, el documental confeccionado a partir de las grabaciones de vídeo que realizaba el propio cantante con su cámara casera. Y qué mejor momento para aprovechar que un par de horas muertas en este mes de agosto (se supone que las vacaciones también son para esto, ¿no?).
Imagino a nuestros lectores como gente enterada, conocedora con cierta profundidad de la escena musical y probablemente mucho más al día que yo -lo que no es especialmente difícil-, así que nos ahorraremos la contextualización de la historia (defecto personal que me trajo algún que otro problema cuando cursaba mi carrera universitaria), y entrar en temas técnicos como el montaje y demás (tarea que supongo titánica por la cantidad de horas de metraje con la que debieron de encontrarse los realizadores; a pesar de ello consiguen darle una gran fluidez y coherencia al resultado), ya que es también muy posible que, como tantas cosas en este mundo que no entiendo, yo haya llegado a verlo cuando ya lo habéis hecho todos los demás.
La música, como todos sabemos, es capaz de despertar emociones en el que la escucha, y muchas veces nuestra experiencia viene también marcada por nuestro estado de ánimo o las circunstancias vitales del momento. A esto creo que habría que añadir una variable más: la edad. Y no me da vergüneza reconocer que finalicé “All I Can Say” llorando a moco tendido por culpa de un fragmento en vivo de la banda interpretando un “Walk” especialmente intenso por parte de Shannon Hoon.
Hoon era sin duda un músico muy especial y Blind Melon un grupo al que me cuesta encontrar alguna banda que se le pueda asemejar. Tuvieron que recomponerse a la sobreexposición de los medios y el éxito mainstream de un single (o más bien un vídeo), sacando adelante un segundo trabajo que no fue recibido de la mejor de las maneras cuando salió, aunque visto en perspectiva es mucha mejor obra que su predecesor. Y es que, sin querer desmerecer ese jovial y juvenil debut homónimo, “Soup” es un álbum mucho más maduro y donde las composiciones muestran a un grupo que buscó un camino propio y lo encontró con éxito.
Y “All I Can Say” nos muestra todo eso. Tal vez no de manera muy directa pero sí se puede intuir conociendo un poco la carrera del grupo. Y también podemos sentir la lucha interna de un Shannon que se nos quiso vender como un hippie buenrollista, pero que en realidad era una persona con sus propios demonios internos y con un problema de adicción que, probablemente, se vió agravado cuando tuvo que dejar a su pareja y a su hija de pocos meses en casa para salir a presentar un disco que la prensa puso a caer de un burro (y que quede claro que no quiero disculparle, sospecho que debía de ser bastante insufrible).
Llegando a la mediana edad me empieza a resultar casi insoportable descubrir que el puto negocio es el que pone en y quita bandas y estilos de las listas de éxitos; que muchos grupos con talento se desintegran por la presión de manufacturar un nuevo éxito millonario para las discográficas, porque no se los ha preparado para gestionar ese éxito o porque, cuando los han exprimido, nadie se preocupa de que su bienestar y de que realicen la transición hacia la segunda división de la música con la suficiente suavidad. En el peor de los casos las cosas acaban con suicidios y sobredosis. Y parece que nadie se siente responsable.
El mundo de la música cada vez me produce mayor repulsión. Tras tres lustros en los que he sido algo más que un simple aficionado y he visto lo miserable que puede a llegar la gente en todos los niveles del negocio, ver documentales como este no solo me hunden el día por el recuerdo de la pérdida irreparable de alguien con talento, sino también porque me pone enfermo que me vuelvan a hacer consciente de nuevo de lo podrido que está este mundillo. Tal vez es que a pesar de todo sigo siendo demasiado ingenuo.