Comentaba hace poco con alguien lo poco mesuradas que parecen las opiniones de los críticos musicales en los últimos tiempos. Rara vez se lee o se escucha ya una mala crítica de un disco o un concierto. Es más, parece que cuando a alguien le da por “cargarse” un álbum, siempre tiene que ser de algún artista consagrado, como si estuviera bien visto hablar mal de Metallica pero no hacerlo con ese disco de mierda que ha grabado alguien con pocos medios pero con muchas ganas, como si el talento fuera directamente proporcional a la ilusión invertida.
Sí, parece que sea uno un cabrón por simplemente sugerir que el CD que ha recibido de un grupo semi desconocido no sirve ni para calzar una mesa en lugar de hacer una reseña positiva por lástima. Al fin y al cabo esa gente ha gastado su dinero, su tiempo y sus energías, y tú simplemente estás recibiendo el producto de todo eso gratis, razón más que suficiente para que te muestres “agradecido”. Como si los demás no gastásemos nuestro dinero, nuestro tiempo y nuestras energías en lo que hacemos, claro.
¿Resultado? Cada vez es más habitual encontrarse con crónicas y reseñas completamente insípidas e inofensivas que más que opinar (no olvidemos que el fin de una reseña es precisamente ese, el de opinar), acaban siendo una especie de descripción con la hoja de información promocional como algo más que un modelo.
Pero puede ser peor, y es cuando el crítico de turno toma la postura totalmente opuesta, que es la de no ahorrar en elogios, con lo cual acaba ocurriendo que prácticamente todos los conciertos son “el concierto del año” y casi cada disco que se publica “el álbum del mes”. ¿Realmente hay tanta música de tan alta calidad o es que tendemos a exagerar?
Supongo que la culpa de esto la tienen al menos dos condicionantes: internet y las redes sociales por un lado y la ultra corrección política que asola nuestra sociedad por otro. En primer lugar, cada vez es más habitual que haya contacto efectivo entre los artistas y los que se dedican a “fiscalizar” (es un decir) su trabajo, aunque sea por el mundo virtual. Con toda la explosión de medios vivida en los últimos años gracias a internet, no es raro, por ejemplo, ver por las redes sociales críticos que más parecen groupies de bandas e incluso de promotoras que gente que se tome con profesionalidad lo que hace. Y no digo que no se pueda entablar amistad con músicos a los que admiras o que te han llegado hondo con sus composiciones, pero hay que tener bien claro que al final a ti te va a tocar hacer el papel del malo sí o sí. Así que parece que muchos, o bien no se atreven a decir según qué cosas para no estropear esa conexión, o bien no las dicen conscientemente para no perjudicar de alguna manera a sus “amigos”, lo que es todavía peor. Y las cosas que sí dicen parecen diseñadas para la generación Twitter: frases llamativas pero vacías de significado pensadas para que los grupos o los encargados de promo las puedan reproducir después y el redactor o el medio de turno llevarse la gloria que sin duda merece. Os contaré una anécdota personal al respecto. La única vez que tengo constancia de que se haya usado en la promoción de un disco un texto mío fue hace muchos, muchos años, y lo descubrí por casualidad hojeando Mondo Sonoro. Orgulloso como estaba llevé el anuncio a casa de mis padres para enseñárselo; mi padre, que era un tío muy grande, se quedó leyendo con atención durante un minuto, levantó la vista y muy serio me preguntó “¿Y esto qué significa?”. No exento de cierta vergüenza tuve que admitir que no significaba nada en realidad.
El tema de la correción política se me antoja también pertinente en este asunto, porque aunque es obvio que la libertad de expresión no puede ser la excusa para que cualquier energúmeno pueda soltar lo que se le antoje, tampoco es menos obvio que hoy en día parece que cualquier opinión que se salga de lo establecido, aunque esté fundamentada en el sentido común, es claramente una ofensa contra la sociedad en su conjunto o contra alguno de sus múltiples colectivos en particular. Trasladado a la crítica musical, ocurre que cuando uno expone su trabajo al público es también objeto de examen y por lo tanto se convierte en diana perfecta para esos “trolls” profesionales que campan a sus anchas por las redes sociales. Y yo, que me han caído hostias hasta en la tarjeta del paro por decir lo que opino en más de dos y en más de tres ocasiones, lo asumo como un gaje del oficio. Pero no se me escapa lo kafkiano del asunto, porque a mí se me exige por parte de sujetos con muy mala baba ser lo más exquisito posible con los textos que escribo.
Antaño el crítico era una persona de la que únicamente se conocía el nombre y con la que te acababas identificando -o no- por sus gustos musicales. Cada uno tenía su crítico o críticos de cabecera o se acordaba de los familiares fallecidos de otros cuando leía la crónica de un concierto al que había asistido. Y aunque había de todo, la crítica negativa e incluso destructiva era algo más habitual que ahora. Hoy en día sin embargo parece que el oficio está desapareciendo en pos de unos fans (quería utilizar la palabra “fanáticos”, pero tengo miedo de que alguien se ofenda) que únicamente se preocupan en recaudar su cupo semanal de “likes” y que se ven a sí mismos como una especie de adalides encargados de mantener viva la llama del rock. Pero bueno, estamos hablando de la misma gente que ha vulgarizado la profesión normalizando situaciones como la de reseñar discos que nunca han recibido, e incluso animando a sus lectores a descargarlos de internet.
Y aunque nunca me haya considerado a mí mismo como un crítico musical, no creáis que quiero escurrir el bulto; soy tan culpable de algunas de estas cosas como el que más y así lo digo. Pero quería lanzar la reflexión al aire -es una excusa como otra cualquiera para traer a Mott the Hoople a nuestra portada-, aunque mucho me temo que recibiré la callada por respuesta.
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