No puedo decir que sea el mayor fan de Leonard Cohen. Ni tengo todos sus discos ni los que tengo los escucho a menudo. Y sin embargo, recibir recién despertado y de resaca la noticia de que ha fallecido me ha dejado triste. Me parece que el mundo, ahora que nos ha dejado, es un poco peor, y no quiero ya entrar en elecciones presidenciales de grandes potencias ni nada de eso. Cohen nos ha dejado a los 82 años de edad, con una vida que supongo plena dedicada a su arte y su poesía; una vida en la que vivió el éxito y también el reconocimiento (recibió el Principe de Asturias de las Letras antes de que Dylan recibiera un Nobel y no recuerdo tanto revuelo, por cierto), pero que no fue un camino de rosas todo el tiempo.
Hace unos años, en una de sus últimas giras por aquí, tuve la oportunidad de verle en directo. Tuve suerte, porque un día o un par de días después, Cohen sufrió una indisposición sobre el escenario y se vio obligado a retirarse antes de tiempo. Recuerdo la experiencia como un poco bizarra: como suele ocurrir en los grandes conciertos (se celebraba en un pabellón), el público era bastante variopinto; además era uno de esos eventos en los que había asientos hasta en la pista, algo a lo que aquí no estamos acostumbrados y que personalmente me parece una aberración para disfrutar de la música en vivo. En cualquier caso, también lo recuerdo como una experiencia grata. Cohen bailó y derrochó clase, y en ningún momento uno pensaba que solo estaba ahí por la pasta, porque un cabrón se había llevado todo su dinero y le había obligado a volver de su retiro espiritual a la vorágine de giras y discos. Tal vez el mencionado cabrón nos hizo un favor (y de paso, también se la hizo a toda una generación de hipsters que tal vez ni hubieran nacido cuando el canadiense publicó sus últimos éxitos masivos con aquel “I’m Your Man” ochentero con el que otros le descubrimos vía programas musicales televisivos -entonces, mis queridos pequeñuelos, a pesar de haber solo dos canales, se prestaba atención a la música-). El caso es que a Cohen se lo rifaban en festivales y eventos “de modernos” en el extranjero (aquí como siempre vamos con un par de años de retraso en todo en el mejor de los casos), y del mencionado cabrón poco se sabe, aunque uno, que confía en el karma, espera que haya tenido su merecido, como deberían tenerlo todos los cabrones y malnacidos de este mundo.
Leonard Cohen murió ayer jueves y nadie podrá nunca rellenar su hueco. Y no podrán porque era un artista único y, para bien o para mal, irrepetible. Descansa en paz, Leonard.