La vida es, en más ocasiones de las que nos gustaría, un trago difícil. Pero por suerte contamos con el rock and roll para resarcirnos cuando la existencia solo nos proporciona preocupaciones o disgustos. Y que no se preocupe mi querido lector, porque no voy a entrar en mis problemas personales -problemas que, probablemente, son una simple tontería comparados con los de mucha otra gente que lucha todos los días por salir adelante-, pero sí me parecía que venía a cuento hablar aquí de estados anímicos a la vista del concierto que ofrecieron Blackfoot Gypsies el pasado sábado en La Ley Seca zaragozana y el estado de felicidad en el que sumieron a este humilde cronista.
El cuarteto procedente de Nashville no contaba con muchas bazas a su favor: poco antes del inicio de su concierto la entrada era bastante discreta y además eran unos completos desconocidos para la gran mayoría de los que se habían congregado en la sala un sábado por la noche. Sin embargo, bastó con la primera canción para que los que se habían acercado se dieran cuenta de que Blackfoot Gypsies no estaban de broma: un inicio arrollador marcaría la tónica de todo el concierto, con una banda dejándose la piel en todos y cada uno de los temas y un repertorio que en directo parece rescatar especialmente a los Rolling Stones de finales de los 60 y principios de los 70. El cuarteto incluso se atrevió en la recta final del concierto con un “Happy” que haría llorar incluso al mismo Keith Richards (también recordaron a la Velvet Underground con su “White Light/White Heat”). La conexión con el guitarrista de los Stones no se queda solo en ese tema, ya que servidor llevaba gran parte del concierto pensando en lo similar que resulta en ocasiones la voz del animoso Matthew Paige (guitarra y voces) a la de Keef, no tanto por el parecido vocal sino sobre todo por la manera de entonar.
Pero volviendo al tema, lo de estos Blackfoot Gypsies es cosa seria. Durante más de una hora y cuarenta y cinco minutos el combo de Nashville sudó con esa mezcla de R&B, blues e incluso pinceladas de country que animaban al público al bailoteo y a los alaridos espontáneos de aprobación. Poco importó por ejemplo que el bajista Dylan Whitlow rompiera una de las cuerdas de su instrumento a las primeras de cambio porque se las arregló perfectamente con las otras tres. Y el concurso de Zack Murphy a la batería y del genial Ollie Dogg a la armónica acaban por componer una banda que en directo no tiene ningún desperdicio (aunque tal vez deban acortar las pausas entre tema y tema que perjudican la fluidez del concierto).
Así, no es de extrañar que el público participase de la fiesta casi desde el minuto cero, porque tal vez no fuéramos muchos, pero sí muy ruidosos. Incluso gente que se incorporó a última hora después de haber estado en salas cercanas acabó alabando a un cuarteto que desde luego ya se ha ganado un lugar entre los mejores conciertos en lo que llevamos de año.