Llega un punto en la vida de todo ser humano –será por la edad- donde al levantarte por la mañana de un día cualquiera te das cuenta de que el tiempo vuela; de que los días pasan sin descanso a tanta velocidad que, tras el lunes, el domingo ya se agota y comienza una nueva semana donde todos las fechas parecen ser otro nuevo lunes; de que hay gente que no soporta a tu perro; de que tu trabajo no te llena y es siempre igual; de que el diablo está en los detalles; de que no quieres saber nada de nada…
Pero inmerso en esa situación de pensamientos potencialmente negativos, decides aportarte a ti mismo un mínimo de positividad y darle la vuelta al asunto; decides que eres algo bueno; que el hecho de no querer saber nada de nada es muchas veces la mejor de las opciones; que si a la gente no le gusta tu perro, a tu perro y a ti no os gusta esa gente; que tienes a tu lado a alguien a quien volcarle encima montones de amor; que un martes que parece un lunes sólo significa que el fin de semana está más cerca y, en definitiva, que aunque Elvis haya muerto y el tiempo efectivamente vuele, el mundo sigue girando y tú con él.
Si a todas estas ideas cotidianas les añades la banda sonora adecuada (plagada de raíces americanas: Tom Petty, Neil Young, country rock, alguna pincelada de blues y soul…) el resultado no puede ser otra cosa que un nuevo disco de The Bottle Rockets: un enorme canto a la cotidianidad. Con mayúsculas.
Trabajo, este, algo tardío en nuestra pequeña parcelita, puesto que se publicó allá por el ya lejano octubre del pasado 2015, pero que, sin duda, es merecedor de un hueco aunque sea a estas alturas.
El que esté familiarizado con el grupo ya tiene idea de lo que se puede encontrar en un disco de Bottle Rockets, pero para los neófitos aficionados al sonido de lo que se dio en llamar “Americana” y por contextualizarlos de alguna manera, diremos que se los ha definido con etiquetas tan variopintas como alternative country, root rock, cowpunk, outlaw country o southern rock, por poner como ejemplo sólo algunas de ellas. No en vano la carrera de estos tipos de Missouri es ya muy extensa (desde 1992 nos han brindado ya, con este “South Broadway Athletic Club”, once discos de estudio más algún directo).
Retoman su senda, los de Brian Henneman, donde la dejaron tras el excelente “Lean Forward” (obviando, claro está, su anterior largo, “Not So Loud”, puesto que se trataba de una serie de revisiones en acústico de buena parte de sus clásicos) aunque en este caso, continuista no significa en absoluto repetitivo. Tal vez menos redondo este “South Broadway Athletic Club”, que el “Lean Forward” al que hacía referencia, pero más adictivo por momentos, si cabe (escucha obligada la de “I Don’t Wanna Know”, tema que, confieso, me tiene enganchado).
Pero por no aburrir desgranando párrafo a párrafo cada título del disco y vomitando las sensaciones que a mí me suscitan, sólo citaré cuatro temas que en mi opinión corresponden a lo más destacado del Lp: “I don’t wanna know”, que se convierte por derecho propio en la mejor canción de The Bottle Rockets desde hace mucho tiempo (y eso que temas como “Kid Next Door”, “Gimme Room” o “Hard Times” de “Lean Forward” o “Better than Broken” y “Middle Man” de “Zoysia” son composiciones inmejorables). “Something Good”, que es otra maravilla.
Y dos canciones donde se plasma de manera más o menos clara dos de las referencias a las que aludía más arriba: “Building Chryslers”, en la que planea la sombra del Neil Young más salvajemente eléctrico (no dejo de retrotraerme sin saber muy bien por qué a su revisión de “Farmer John”); y “Shape of a Wheel”, un tema muy a lo Tom Petty.
Para disfrutar.