A veces, el que existan fenómenos mediáticos, comúnmente conocidos como hypes, puede ser beneficioso. Aunque vayamos por partes: el motivo por el que uno hace acto de presencia en un concierto un miércoles, en plena saturación laboral y recién entrados en otoño, es, ante todo, los germanos The Ocean. Desde la primera vez que los vi, en el festival de Sant Feliu de 2006, he sentido una fascinación especial por este grupo. Repetí dos años después en la gira que los trajo a Debaser junto a Cynic y Opeth, y creo haberlos visto en alguna otra ocasión, tal vez con Cult of Luna. No obstante, conviene no dejarse convencer por impostores de nombres similares, como Oceansize o We Are The Ocean, dicho sea con todos mis respetos. Esta noche suenan igual de bien que de costumbre, cosa que agradece una concurrencia bien nutrida y diversa. De hecho, atisbamos la presencia de un señora de unos 70 años, así como de un hipster con playeras Dolce & Gabbana. El septeto de Berlín cuida la puesta en escena, incluidas luces de lo más apropiadas, y se muestra afanoso y entregado. Eso sí, salta a la vista que su cantante es un chillón que se abre a lo melódico y no a la inversa. Poco más de media hora, y con un tema nuevo como perfecto colofón, fue suficiente para constatar la valía de Robin Staps y los suyos, por más que sean incapaces de mantener una formación estable.
Sentía curiosidad por Mono, el también veterano cuarteto de Tokio al que pude dar una oportunidad, tras alguna visita previa que no pudo ser. Estos ruidistas nipones, con sus crescendos hasta el infinito, tienen un pase, pero no terminaron por cautivarme. Además, el que sus guitarristas actúen sentados tampoco ayuda precisamente a que uno se meta en cuerpo y alma en la descarga. Para nada comparables con Mastodon en lo que respecta a su propuesta musical, sí diría que comparten el denominador de o bien aburrir o epatar, en función de lo inspirados que estén y, por qué no decirlo, del día que tenga el espectador.
Cansado y con ganas de iniciar la operación retorno (es lo que tiene vivir en las afueras), acepté gustoso la paradoja de que Sólstafir, el grupo cabeza de cartel, resultara ser de lo más normalito, con lo que, no sin antes haber presenciado una media docena de temas, me marché… con la música a otra parte. Las opiniones son como las narices pero, a diferencia de Mono, sé que a mí esta banda, con el repertorio y la actuación ofrecida, no me convencerá en la vida. Quizás guste más al público sueco con esa afectación vocal en plan Kent o los insufribles, aunque influyentes, Broder Daniel. Al carajo con las descripciones exotificadoras de algunos medios, de que si sus trabajos están inspirados por ese marco incomparable del que proceden, es decir Reikiavik. No faltan combos que se hayan labrado una carrera gracias, en buena medida, a su origen islandés, como Mínus, Sigur Rós o múm. Que no sea este un caso más. Con todo, y aunque los megapuestos de merchandising generalmente me produzcan sarpullido, observé artículos golosones, como esa colección de DVD (a razón de nueve horas) de The Ocean que, por sí misma, es argumento suficiente para abogar por la renta básica universal. No todo es cuestión de dinero, también hace falta tiempo.